Para poder efectuar, todas las funciones propias de los seres vivos, el cuerpo humano requiere básicamente dos condiciones: energía para mantenerse en funcionamiento y poder actuar, y materia orgánica para poder crecer o para reponer las pérdidas producidas por desgaste.
Todos los seres vivos obtienen ambas cosas de los alimentos que ingieren. El conjunto de procesos químicos que sufren los alimentos dentro del organismo después de haber sido ingeridos recibe el nombre de metabolismo.
La mayor parte de nuestra energía se emplea en procesos fundamentales: conservar la temperatura corporal y el tono normal de los músculos y de los nervios, y para mantener los latidos cardíacos y el funcionamiento de los órganos.
El hombre es homeotermo, lo que equivale a decir que su temperatura es constante. Para evitar los cambios de temperatura del propio cuerpo poseemos mecanismos de termorregulación. La temperatura normal de la superficie del cuerpo humano oscila, según la región en que se mida, alrededor de los 37º C; como quiera que casi siempre es más elevada que la del aire circulante, el organismo compensa de continuo la pérdida de calor. Ello se logra mediante dos mecanismos complementarios: aumentando la cantidad de calor producido y disminuyendo la del irradiado. Lo primero se logra mediante diversas reacciones químicas exotérmicas, más o menos intensas, según las necesidades del momento; lo segundo se consigue por la secreción del sudor que, al evaporarse, enfría la superficie de la piel y, también en gran medida, por la contracción o dilatación de los vasos sanguíneos de la misma. Cuando la temperatura exterior es demasiado baja, se produce una vasoconstricción que disminuye el calibre de los vasos y, por consiguiente, el cuerpo pierde menos calor; por el contrario, si la temperatura del aire es demasiado elevada, ocurre una vasodilatación, que determina mayor pérdida de calor. Tanto la intensidad de las reacciones exotérmicas como la cuantía del sudor y las variaciones del calibre de los vasos cutáneos están reguladas por el sistema nervioso.
Cualesquiera que sean las condiciones meteorológicas exteriores, la temperatura de nuestro cuerpo permanece constante si nos encontramos en buen estado de salud: a unos 37º C. Incluso cuando estamos durmiendo, el corazón late y hace circular la sangre por todo el cuerpo, nuestros órganos vitales continúan funcionando, mantenemos nuestra temperatura y nuestros músculos y nervios conservan un cierto nivel de alerta y prevención. Este empleo de la energía se denomina metabolismo basal (energía mínima para conservar la vida).
Para la mayoría de las personas, el metabolismo basal representa dos tercios de la energía total empleada.
La intensidad metabólica depende del tamaño del cuerpo, especialmente de la superficie, dándose la siguiente proporción inversa: cuanto menor es el tamaño del individuo tanto mayor es su metabolismo energético. Por eso los niños consumen más energía que los adultos y necesitan mayores cantidades de alimentos en relación a su peso. Se aprecian también diferencias sexuales similares en los valores del metabolismo basal, que es más bajo en las mujeres; pero esto se debe a que éstas poseen de ordinario más espeso el panículo adiposo subcutáneo, cuya grasa acta a modo de aislante pasivo.
La tasa del metabolismo basal está controlada en gran parte por la actividad de la glándula tiroidea y varía mucho de unos individuos a otros. También depende del tamaño corporal y especialmente de las proporciones relativas a musculatura (elevadas necesidades de energía basal) y grasa (bajas necesidades basales) del cuerpo.
Para obtener la energía que el organismo necesita se dispone de un amplio abanico de posibilidades: pudiendo elegir entre los hidratos de carbono, las grasas y las proteínas.
En el proceso de descomposición de los nutrientes en el organismo para obtener energía, podemos distinguir dos fases. En una primera fase, dichos nutrientes se descomponen en etapas sucesivas hasta convertirse en moléculas con pocos átomos de carbono. En una segunda fase, estas pequeñas moléculas orgánicas se combinan con el oxígeno (es decir, se oxidan) en el proceso denominado respiración celular. En este proceso se obtienen como productos finales dióxido de carbono y agua, y se desprende una gran cantidad de energía.