Un importante componente de la sangre son las plaquetas o trombocitos, pequeñas células muy difíciles de observar al microscopio y cuyo número es de unos seiscientos mil por milímetro cúbico de sangre.
Participan en la coagulación de la sangre. Cuando ésta se coagula en el interior de los vasos forma un trombo, especie de tapón que los obtura, el cual puede llegar a ser arrastrado hasta detenerse en un vaso más angosto. Este fenómeno se conoce con el nombre de embolia, impide que llegue la sangre a una determinada parte del cuerpo, cuyos tejidos pueden llegar a sufrir grandes alteraciones, dependiendo del lugar afectado y de la magnitud de la lesión.
Si se vierte sangre en una vasija se observa que se convierte en una masa sólida de aspecto homogéneo y color rojo. Pasado cierto tiempo, esta masa se contrae y va expulsando la mayor parte del líquido que la embebía en un principio: es el suero, en donde flota el coágulo retraído. Todo ello ocurre merced a un complicado proceso químico.
El plasma sanguíneo contiene una sustancia albuminoidea llamada fibrinógeno, que se forma en el hígado, la cual, en presencia de iones de calcio, se transforma en fibrina por la acción de un fermento cuyo nombre es trombina, y que procede de la trombocina originada en todos los tejidos, pero especialmente en los leucocitos y, de modo particular, en las plaquetas. La fibrina forma filamentos dispuestos en tupida red que engloba entre sus mallas a los leucocitos y hematíes, de donde procede el color rojo del coágulo. El llamado suero no es otra cosa que el plasma sanguíneo privado de fibrina.
El "descubrimiento" de la sangre
Se sabe que los antiguos griegos y romanos bebían algunas veces sangre con la intención de mantener la juventud y conseguir vitalidad. La idea de que la sangre poseía virtudes fabulosas para la conservación de la vida persistió hasta tiempos más modernos, dando origen a leyendas tales como la de los vampiros que se alimentaban de sangre para seguir viviendo a costa de sus víctimas.
El médico español Miguel Servet -quemado vivo por la Inquisición calvinista y el inglés William Harvey descubrieron la circulación de la sangre, siendo este último el que la pudo comprobar experimentalmente, en el año 1628, después de haber observado a muchos animales y haber efectuado numerosas disecciones de cadáveres humanos.
El descubrimiento de la circulación de la sangre abrió vía para el asunto de las transfusiones. En Francia, un paciente recibió una transfusión satisfactoria de sangre de oveja, pocos años después. Sin embargo, otros experimentos demostraron ser fatales, por lo que el Parlamento francés dictó una ley prohibiendo las transfusiones de sangre.
Durante las dos centurias siguientes hubo escaso progreso en ese terreno. En 1900, el médico Karl Landsteiner descubrió la existencia de los grupos sanguíneos e hizo posible las transfusiones con éxito. A lo largo de este siglo se han ido descubriendo numerosos factores adicionales, lo que puede hacer posible identificar a cualquier tipo de persona, basándose en su combinación única de grupos y factores sanguíneos.
Con el hallazgo de los grupos sanguíneos se ha podido saber que determinados grupos tienen una propensión mayor a padecer ciertas enfermedades que otros.