El "stress" (ese término que tanto se utiliza ahora) no es una respuesta contra las presiones o amenazas reales que nos vienen del exterior, sino la reacción física que prepara nuestro organismo para defenderse de las agresiones externas y responderlas con propiedad.
El problema no radica en que las condiciones contra las que reaccionamos suelan ser tan dramáticas o amenazadoras como parecen, sino en que éstas ya se han apoderado, en cierto modo, de nuestro organismo, conduciéndolo a padecer los efectos del "stress" y en algunos casos obligándolo a actuar según pautas irracionales y peligrosas, siempre negativas para el individuo.
Las reacciones ante el "stress" adoptan formas diversas, aunque de manera general podemos catalogarlas en tres niveles: el primero es el llamado estado de alarma, cuando el cuerpo se prepara ante una amenaza real o imaginaria, disponiéndose a combatir al enemigo. Las reacciones inmediatas incluyen elevación del ritmo cardíaco (las pulsaciones pueden llegar a superar las 150 por minuto) y una gran descarga de adrenalina, que produce una súbita e intensa fuente de energía (lo que, naturalmente, se traduce en una subida del metabolismo basal con el subsiguiente gasto de calorías y fatiga final si la situación se prolonga durante varios minutos). El organismo funciona así cuando se ve enfrentado a una agresión, disponiendo todas sus fuerzas para "luchar" contra el enemigo potencial, que en este caso puede ser la infidelidad del esposo, el anuncio de nuestro próximo despido, el fallo económico en un negocio, el traslado forzoso a una ciudad que nos desgasta o la simple incertidumbre de una situación de espera.
La segunda fase de este estado es la adaptación a las nuevas condiciones en las que se supone va a desarrollarse nuestra existencia durante un período de tiempo indefinido, aunque presuntamente breve. Durante este período el cuerpo se normaliza, la presión arterial y la pulsación vuelven a sus límites habituales, la digestión se hace de manera normal y aparecen una cierta relajación y tranquilidad cuando comprobamos que las condiciones que se preveían temibles se hallan dentro de lo que nosotros podemos controlar o derrotar con la simple movilización de unos cuantos de nuestros efectivos orgánicos.
El tercer nivel aparece cuando el cuerpo no es capaz de adaptarse a esa nueva situación y continúa mostrando las características negativas de la primera fase. En este caso es incapaz de expulsar los productos de desecho, como el colesterol o la urea, y se produce un desequilibrio bioquímico general y una producción irregular y casi aleatoria de las hormonas. El organismo, por lo tanto, empieza a ser incapaz de ir resistiendo estas agresiones, sobre todo, si se repiten con mucha frecuencia; su capacidad para controlar las infecciones y enfermedades se debilita, y con el tiempo acabamos padeciendo una enfermedad de más o menos gravedad, dependiendo de la fuerza de nuestros sistemas, las características del "stress" o el control que hayamos podido mantener durante el período de las "invasiones".
Naturalmente, el "stress" es una parte de nuestra vida cotidiana. Todos sabemos que la existencia está compuesta por una porción muy elevada de incertidumbre y azar. Nadie sabe la fecha de su muerte, el tiempo exacto que van a durar sus relaciones afectivas, la racha de éxitos en sus negocios o las épocas de felicidad en que todo parece estar en perfecto orden y bajo nuestro control. Cualquiera está expuesto al riesgo de un accidente o enfermedad vírica, puede haber guerras o catástrofes repentinas. Y todo ese acerbo de inseguridad forma parte del "stress" que nos vemos obligados a asumir dentro de nuestra vida diaria.
Sin embargo, los problemas se hacen más graves si escogemos o nos colocan dentro de un entorno inadecuado para nuestras condiciones naturales y hábitos más comunes, o si nuestra emocionalidad reacciona fácilmente (predispuesta a dejarse llevar por sensaciones y sentimientos) y se manifiesta con exceso ante el estímulo más simple. La respuesta a esta agresión no es, sin embargo, el aislamiento, la creación (por parte de quienes tengan suficientes medios económicos o pasividades de hacerlo) de una especie de cúpula o invernadero artificial bajo el cual nos sintamos completamente protegidos. Efectuar una acción así sólo empeoraría nuestra situación, ya que las necesarias entradas y salidas de y hacia el mundo exterior, aunque fuesen esporádicas, acabarían produciendo unas reacciones ante el "stress" mucho más severas que antes recayendo además sobre un organismo debilitado por el temor inminente a lo que pudiera suceder dentro de su entorno.
Para que el "stress" no se convierta en fóbico, ni en algo que acorte o minimice nuestras posibilidades de vida, es necesario, en primer lugar, utilizar una serie de técnicas o sistemas para tratar con él y hacer que cuando aparezca no sintamos que nuestro mundo se derrumba y nos aplasta bajo su peso.